sábado, 30 de abril de 2011

CUENTOS Y LEYENDAS DE COJEDES

martes 5 de enero de 2010


El carretón de la Muerte y otros arrastres (cuentos)



Los cinco cuentos de este capítulo son una creación conjunta de tres jóvenes narradores cojedeños: Estos cuentos fueron recopilados por mi persona.
Los autores Yordalis Desiree Roche León, reside en Tinaquillo, ciudad donde nace el 6 de junio de 1988. Elio Rafael Rodríguez Silva, también es nativo y residente de Tinaquillo, nació el 4 de mayo de 1985. Luis Guillermo Mendoza Blanco, nació en El Baúl, su ciudad hogar, el 03 de enero de 1988. Finalizan la Licenciatura en Educación, Mención Castellano y Literatura de la UNELLEZ-San Carlos. En marzo de 2008, ganaron el IV Concurso Anual de Carteleras “Día Internacional de los Derechos de la Mujer”, en la referida universidad. En su proceso de formación han cursado actividades extra-aula en ferias internacionales del libro venezolano y en talleres para la conservación de la tradición literaria oral y la religiosidad popular, así como otros eventos a los que los guían sus maestros.
Para participar y ganar esta bienal de literatura en el renglón Cuentos, concurrieron bajo la modalidad de colectivo literario, salida por demás interesante, con pocos o ningunos precedentes en nuestro país y menos aún en Cojedes, hecho anunciador de un nuevo modo de pensar la autoría en la narrativa contemporánea de la misma nación, de cara al siglo XXI. Por otra parte, el seudónimo que escogieron: Onza, Tigre y León, revela su apego por las tradiciones venezolanas. Esa es la identificación de la célebre revista literaria para niños, fundada por Rafael Rivero Oramas en 1938. La misma denominación la empleó, mucho antes, Rómulo Gallegos en Doña Bárbara (1929), al recrear a tres personajes, mitad hombres – mitad demonios, al servició de aquella terrible hacendada, principalmente, para ayudarla a ejecutar su pacto con el Diablo. Ese trío protagonizó muchos momentos de terror en el Llano legendario. Este último motivo, será el signo preponderante en los cuentos que de ellos disfrutáremos. Historias fabuladas, frutos de los gloriosos momentos de una infancia de añoro hogareño, bien forjada entre la fantasía y el Llano, que a su modo, es otra ilusión hecha hombres, memorias y paisajes.
Como carácter de esta muestra narrativa se aprecian distintas aproximaciones de la literatura de lo fantástico que se da entre el hombre con la llaneridad, donde se unen, indisolublemente, los elementos materiales a los entes espirituales (fantasmas y espantos) y con las tradiciones mitológicas de la sociedad llanera. Lo fantástico, se afinca al cumplir diferentes requisitos señalados por Fernando Yurman, que, a su vez, provienen de importantes teorías esbozadas por Todorov, Caillois y Cortazar.
Como primera cláusula está: “Que la narración refiera una realidad, la cual será, súbitamente, interrumpida por un hecho extravagante”, vale decir, que luego de presentar un hecho cotidiano, desarrollado por personajes convencionales surgirá una acción, elemento o un personaje fuera de lo común que ejecutará esa acción, caso muy bien ejemplificado en la fatídica carreta del cuento El Carretón de la Muerte.
En la segunda condición se pauta: “Que ese hecho sea, suficientemente poderoso y coherente, como para generar la duda en el receptor literario”, dada cuando lo extraordinario que irrumpe sobre la acción o personaje de la cotidianidad, se funde con lo posible, con un hecho que probablemente pueda ocurrir; verbo y gracia, la señora que prosigue su vida de siempre después de dar muerte a su hija en el cuento La Muerta de la Chepera. La duda del lector es la máxima recompensa para un escritor de lo fantástico.
Entre los factores que hacen posible lo fantástico en estos cuentos se encuentran: lo siniestro y, lo no revelado. Según Víctor Bravo, lo siniestro se manifestará, principalmente, en la agresión de lo monstruoso contra un personaje-agente (o encarnado por éste) en relaciones de fascinación, seducción o posesión. Por lo general, este tipo de roles se le atribuyen al Diablo, a un enviado suyo y a otros entes. Ejemplos notorios son los dos duendes que atacan al pequeño Pancho en el cuento La tarde del quinto mes y en ese ser maldito que soporta la trama en El Brujo que vino de Barinas.
Lo no revelado, queda expuesto en los textos donde el dispositivo que se oculta, la presencia que se anuncia y no llega o la espera de esa llegada, mueve a la duda tanto al personaje del texto ubicado en ese trance como al receptor, véase así la bien lograda imagen oculta del atormentado protagonista de Esta historia sucedió en El Pao, cuyo auto-conocimiento forja su propia perdición indefinida.
Las cinco narraciones de estos tres autores, sellan su pacto con la temática de la espectralidad llanera. El fantasma y el humano compiten por el rol protagónico de cada relato con instantes de maestría, por ejemplo, cuando nos siembran la incógnita sobre quién es el verdadero espectro: el humano o el fantasma, abriendo la aterradora posibilidad de que el humano, de estos cuentos, sea en verdad el monstruo llanero que siempre nos atormenta en nuestro horizonte.
Las narraciones en su mayoría transcurren entre las casas de los pueblos llaneros: El Amparo, La Chepera, El Pao. Entre cuartos, bajo techo, frente al espejo, ante la ventana, entre paredes, en la cocina, bajo la sombra de un árbol conocido; con olores a patios o los colores de los paisajes cercanos a la residencia. Muestra inobjetable de que al espanto sabanero no hay paredes que lo frenen ni luces que lo desvanezcan. Efecto de una narrativa de la que nadie queda a salvo, ni siquiera al cerrar este libro.

El Carretón de la Muerte y otros arrastres
Yordalis Desiree Roche León, Elio Rafael Rodríguez Silva
y Luis Guillermo Mendoza Blanco

LA MUERTA DE LA CHEPERA

– ¿Hace cuánto que vive aquí?
Preguntó el joven Luis Mendoza, que en ese momento realizaba una investigación y necesitaba las entrevistas para recolectar información de los mismos pobladores de las regiones adyacentes a la vía Las Vegas, en plena llanura cojedeña, acerca de su pasado histórico. La pregunta iba dirigida a una anciana que estaba sentada en una silla de mimbre, mientras preparaba sobre sus piernas una jalea de mangos; una larga tira de blancos cabellos le caía por la espalda enmarcando su morena cara arrugada como una pasa; su voz era como de ensueños y muy vaga, vivía sola desde hacía mucho tiempo.
Una alfombra amarilla de mangos cubría el patio y el techo del corredor en donde estaban sentados conversando; la anciana levantó la vista y miró al joven antes de responder:
–Hace más de cuarenta años.
Luís, la miró y anotó en su cuaderno la respuesta, mientras avanzaba hacia la siguiente pregunta:
– ¿No tiene alguna anécdota de cómo era esta región cuando usted llegó?
La anciana lo examinó de arriba abajo, mientras sus dedos pelaban los mangos cocinados que tenía en la olla, lentamente, casi como en sueño, volvió hacia el pasado, el joven que estaba frente a ella se desvaneció como un espejismo, los mangos caídos iban volviendo lentamente a las matas que altas como eran comenzaron a descender en estatura; su cabello fue decreciendo y cambiando de color hasta tornarse en un negro azabache, sus arrugas desaparecieron, el corredor continuó en el mismo sitio y la misma lata que soportara los mangos volvió a su estado original y pronto desapareció suplantada por un fresco techo de bahareque, las paredes de barro recobraron el color original de la cal mientras un montón de hormigas invadía la casa y la rodeaba, entonces, tan repentinamente como empezó, todo se detuvo como si un torbellino de luces y colores se hubiera apagado y la hubiera dejado en total oscuridad: Era de noche, el fogón dentro del corredor ardía y crepitaba ruidosamente mientras las hormigas la cercaban, sus hermanos se retorcían en el suelo al mismo tiempo un torrente rojo de bachacos les cercaban y se los comían, su madre en cambio, era transportada por el aire por las hormigas voladoras y los comejenes que se la llevaban al gran reino que poseían bajo la tierra, y le decía estas palabras:
– Huye, vete de aquí y no vuelvas nunca, o serás la comida de las arañas.
Ella la contempló mientras un muñón negro con pies y manos caminaba hacia su madre que flotaba suspendida por las hormigas,
–Mamá, mamá, ¿Puedo jugar con mi agüelo?- Había hablado aquella cosa negra cubierta de hormigas que pronto entendió era su hermano:
–Bueno, pero después lo entierras otra vez-
Contesto la voz de su madre, ella la seguía contemplando como en sueños, como si fuera una pesadilla, y sin poder pensar en más nada, emprendió la carrera fuera de la casa hacia la oscura noche perseguida por las hormigas, su madre la contempló mientras su cuerpo era transportado hasta un agujero que los bachacos cavaron frente a la casa, lentamente se hundió en ella mientras los bachacos transportaban a sus hijos mayores en miles de pedacitos rojos. Esto no lo contempló su hija que seguía corriendo entre el mangal sin mirar atrás, en dirección contraria a su casa y lo más lejos posible, no hubo estrellas ni luna, ni nada que iluminara el camino, pero ella lo sabía, lo sentía, y aún más: lo intuía, seguían tras ella, cazándola, miles de arañas que tejían sus redes para apresarla, y entonces lo vio, más lejos hacia el sur estaba el río y podía ver su salvación, entonces corrió hacia él y se sumergió en sus aguas, pero cuando estaba apunto de llegar al otro lado un pez cajaro salto fuera del agua y se la engulló de un solo bocado.
Abrió los ojos y para su sorpresa, todo brillaba en el interior del pez con una extraña luz que no era de color alguno que hubiera visto sobre la tierra; definir un color es imposible, pues la mejor manera es enseñándolo, era un color nuevo y completamente distinto a los demás que no se obtendría con ninguna mezcla, y brillaba todo con esa luz de aquel extraño color.
Ella se levantó y comenzó a caminar en el interior del pez; sus pasos no produjeron sonido alguno, mientras vagaba pronto encontró un sendero que descendía hasta el estómago, extraños letreros estaban pegados a las viscosas paredes escritos con indescifrables runas de alguna extraña lengua. Ella tomó el camino que descendía y descendía en una suave pendiente, a su alrededor aves muy raras volaban suavemente en el viciado aire, y tras echarle una mirada más detallada comprobó que eran llaves con alas de guacamaya, grandes llaves de plata y cobre que rondaban los alrededores, y al caminar escuchó unas voces y corrió hacia ellas, detrás de una ladera viscosa y negra se hallaban una mujer y un niño con un hombre que estaba acostado, pero a causa de la poca luz no distinguía nada,
–Mamá, mamá, ¿Por qué papá está tan pálido?
Escuchó que preguntaba el niño,
– ¡Cállate y sigue cavando!
Fue la cortante respuesta de la mujer, sin entender por qué esta escena no le producía ningún efecto.
Siguió su camino, hacia lo más profundo del pez, pronto una extraña vegetación fue apareciendo, vestigios de un prehistórico bosque se iba deslizando en el ambiente como si de llovizna se tratase, una multitud de cosas que vivían y crecían, se iba dejando ver, y entonces vio unas minúsculas arañas que se acercaron a ella y comenzaron a tejer en el suelo con su pegajosa seda un blanco vestido, pero ella las ignoró y continuó. Las arañas aún iban tras de ella, hasta que topó con una alta escalera que parecía conducir a los cielos mismos, construida con telaraña, era alta y parecía no tener fin, pero sin más a donde ir, la subió, pues, no hubo ningún motivo para no hacerlo y comenzó la interminable escalada.
Durante horas enteras trepó por la telaraña hasta que alcanzó los ojos del pez que miraban hacia el cielo bajo el agua, pero no miraban sólo el cielo, si no una cosa larga y rosada que se retorcía cerca de la superficie: una lombriz, ensartada a un anzuelo atado a un nailon que subía y se perdía sobre la superficie, y para desgracia de ella, el pez sube hasta el anzuelo y lo muerde, los pescadores inmediatamente jalan y sin mucha dificultad sacan al pez del agua que se sacude violentamente, pero finalmente se rinde y cae en un tobo en donde habían varios más de diversas especies, ella vio en los pescadores su salvación y cuando estos cortaron la cabeza al pez. Ella huyó y terminó por cruzar el río sin que los pescadores lo advirtieran, pero cuando iban a rajar al pez para sacarle las tripas, este se levantó y arrebató el cuchillo a los pescadores antes de regresar al río de nuevo, mientras su cabeza contemplaba sin ninguna muestra de asombro, el negro cielo de la noche.
Ella huyó, y llegando el amanecer todo se envolvió de nuevo en un torbellino de colores, y el corredor con el techo de lata podrido por los mangos reapareció al igual que la olla de mangos sancochados, y el sol se fue transformando en un rostro, el rostro de Luis Mendoza, que reapareció frente a ella:
–No, no recuerdo ninguna anécdota horita.
Fue la respuesta que dio; trató de buscar en su mente, pero, comprendió que no había ningún recuerdo en ella, porque los muertos no tienen recuerdos. Luis, recogió sus cosas y se fue, y ella se quedó allí en la ruinosa casa, en la que nadie vivía desde hacía cuarenta años atrás, pues los viejos llaneros y los jóvenes de La Chepera sabían que allí una señora alocada asesinó a su hija y había dejado que las hormigas se la comieran.



















EL CARRETÓN DE LA MUERTE

Era el mes de agosto, húmedo y lluvioso, la noche se acercaba extendiendo sus brazos para arropar con su manto de estrellas a la sombría y desolada llanura en cuyo centro una enorme casa se levanta, modernizada y reconstruida con bloques, sustituyendo al tradicional caserón llanero, con sus señoriales puertas abiertas a las voces del viento que recorrían la amplia sabana. Es la creencia que esa nueva casa mejorará sus vidas convirtiéndose más bien en un mal presagio.
Los pastizales se doblan por el viento anunciante de lluvia mientras el canto de los pájaros lentamente comienza a apagarse junto con la luz del sol, las corocoras y las garzas se trasladan, a bajo vuelo, de sur a norte en busca de sus refugios, mientras a lo lejos, el ganado regresa al tranquero tras el mando de los caporales del lugar.
Luis, parado en el quicio de la ventana, contemplaba la agonizante tarde sin muestra alguna de prestarle atención a nada que estuviera a menos de cien kilómetros a la redonda, su mente, navegando en la tempestad de sus pensamientos desaforados, poca atención prestaba a los acontecimientos de su alrededor. En la misma habitación, Juan, contempla la luz de una lámpara de kerosén que iluminaba la sala a falta de la electricidad que se había ido, él era la antítesis de su hermano Luis, mientras él era callado y reservado, Luis era extrovertido e inquieto, el uno era aficionado a la lectura y el otro a la música a máximo volumen, él prefería el silencioso eco de sus pensamientos. Por el contrario, Luis, los ahoga en las eternas conversaciones con una botella de Recreo, como cualquier peón con dinero en los bolsillos.
Yordalis, una muchacha campesina proveniente de Guárico, era su compañía en tan desventurado viaje de vacaciones escolares, permanece, fiel a su costumbre, metida en la cocina preparando algo de comer. Juan, nada más al verla, recuerda siempre los comentarios irónicos de sus compañeros:
–Ésa, ¡carga una solitaria!
Pero había alguien más en la casa que no compartía con ellos y que en la agonizante y oscura tarde ya estaba rondando entre la maleza: Rafael, silencioso y por su lado, pero nunca por ello olvidando a los demás, sumido en los solitarios confines de sus pensamientos, el canto de los pájaros le guía a través de sus recuerdos.
El resto de los acompañantes dormía o, al menos, intentan hacerlo, pues a esas horas ya nada les quedaba por hacer. Rafael, escudriña por entre la maleza sin sendero, sus largos pies se hunden en lo desconocido, dirigiéndose al interior de la lóbrega noche llanera sin luna que le llama desde lo profundo, como si algo en él le alertara de lo que pasaría, pero en vez de miedo o temor, sólo despierta su curiosidad. Una vieja leyenda fue renaciendo, resurgiendo de entre las ruinas de su niñez, a medida que el peso de la noche opaca la bruma de sus recientes recuerdos en Tiznados: una carreta, tirada por negros caballos, que atraviesa la sabana llevándose, consigo, las almas de los aventureros y descarriados adentrados en el silencio de la oscuridad, el Carretón del Infierno, que entre gritos y relinchos, partía a recorrer su ruta nocturna.
Dentro de la casa, Luis, abandona su puesto en la ventana para unirse a Yordalis en la cocina, dejando a Juan contemplar el negro silencio que amenaza con tragarse la luz de la lámpara que, a duras penas, alumbra la triste habitación, en la que sólo un juego de muebles y una mesa había, sin que faltase, también, una cruz de palma bendita tras la puerta como símbolo de respeto hacia los muertos. La vida de los mortales tiene tal suerte que, si bien, sus mentes se elevan hasta un alto cenit en el que logran contemplar y comprender una buena parte de los fenómenos que les rodean, un límite tienen por cierto, que una vez cruzado, carece de retorno, por lo que su obra de conocimiento y comprensión queda siempre inconclusa. Este límite es el que se halla entre el mundo material y el que, en teoría, debería existir más allá, a saber: El Reino de la Muerte. Sin embargo, a veces ocurre que una vez abierta esta puerta para su tránsito, algo de ella escapa rompiendo las reglas de la física normal...
La mesa que se halla frente a Juan era de vidrio y la luz de la lámpara se difunde en ella, Juan, una vez solo, comenzó a posar su vista, distraído, lejos de todo a su alrededor. En la mesa se marca su silueta oscura, él no lo vio, pero mientras el resto de su cuerpo permanecía oculto en el siniestro reflejo, sus ojos resplandecían en él, emanando un brillo rojizo o amarillento, pero la lámpara de kerosén se hallaba a sus espaldas.
Desde la cocina, de pronto, un grito desgarró el silencio, mientras el sonido de un vidrio rompiéndose contra el suelo le seguía por escaso margen de segundos: Yordalis cayó desmayada del susto mientras Luis, a su lado, no se explica qué había ocurrido. Rafael, que desde la lejanía de la sabana les había escuchado gritar y había oído el alboroto, marchó hacia la casa, casi al instante, vio cómo en la distancia una polvareda que avanzaba hacia el poniente detrás de una serie de figuras negras y poco definidas, pero algo pudo distinguir: cuatro caballos negros arrastraban una carreta en una espantosa y demoníaca huída. Nadie se enteró exactamente de lo que pasó hasta un tiempo después cuando las sombras y la oscuridad ya habían tomado la casona por asalto.
Todo el mundo corrió para saber de Yordalis, nadie se percató de que, en la sala donde estaba Juan, las luces se habían apagado. Poco después Yordalis recobró el conocimiento, intentó hablar, pero las palabras tropezaban en su boca. Rogó que no la dejaran sola. Ella, siempre se mantuvo de espaldas a la ventana de la cocina e indicó, sollozos, que la cerraran, que no quería verla. Luis cerró la ventana y la abrazó en un intento de reconfortarla, pero una expresión de espanto persistía en sus ojos que, vidriosos y con mirada fija, dejan escapar una lágrima tras otra. Rafael, por su parte, una vez recuperada Yordalis, decidió ir por los demás, el camino más rápido para llegar a los dormitorios era atravesando la salita en donde Juan está, así que ese fue el camino que escogió. Para ese momento la noche al fin se había dejado caer y una oscuridad total envolvía la casa, sólo algunas luces permanecen encendidas semejando luciérnagas: débiles puntos luminosos y titilantes en el inmenso océano de oscuridad que les rodeaba.
Desde el mismo momento en que Rafael entró en la salita, intuyó que algo andaba mal, pero segundos después la oscuridad le detuvo, no era una oscuridad normal, era casi una sustancia, que le apresa y le envuelve, estrangulando su valor y su voluntad, un miedo que nunca había sentido le poseyó y le impidió dar otro paso, más aún para retroceder, un fuerte olor a kerosén inundaba el ambiente, instintivamente buscó entre sus bolsillos y extrajo el teléfono celular y lo encendió. Lo primero que nota fue que algo estaba regado en el piso, la lámpara se había caído y los vidrios y el kerosén cubrían todo el suelo.
La ventana se abría de par en par y Juan permanece sentado donde antes le dejaran, pero algo insólito había en él, su cabeza colgaba en un ángulo extraño sobre sus hombros mientras su pecho estaba impregnado de un llamativo líquido blanco. Cuando Rafael se acercó comprueba que se trata de vómito. Los ojos de Juan lucían desenfocados y en su mano derecha se dibuja un corte chocante: una herida anormal, como sí se la hubiera hecho con un escalpelo o un objeto muy fino... tenía la forma de la huella de un caballo.
Poco después llegaron los demás a ver lo que le ocurría a Juan: no reacciona, no habla ni se mueve, pero aún respiraba con normalidad. Sin embargo, pareciera que su mente estaba ausente. Sus ojos tenían esa rara mirada desenfocada que, Rafael, le había visto cuando le encontró. Luis intentaba por todos los medios hacerle recuperar la conciencia mientras le pedían a todos para salir de allí y buscar un hospital. Pero, sólo restaba esperar la llegada del amanecer. Yordalis, en cambio, le contempla desde la puerta sin atreverse a entrar al cuarto, con miedo y temor, no quería, por ningún motivo, saber nada de aquella habitación.
Segundos antes de que la lámpara de kerosén se estrellara contra el piso en la salita, Yordalis se encontraba mirando por la ventana de la cocina, Luis le había preguntado que si necesitaba ayuda. Ella se volteó a contestarle:
–Claro, necesito que me limpies todos esos platos que están allí.
Cuando Luis estaba a punto de protestar, ella voltea hacia la ventana, pero en ese momento ya no ve el paisaje, la ventana en vez de anunciar el sol naciente refleja la habitación en la que se encuentra Juan. Yordalis volteó hacia la puerta de la cocina y vio con claridad a Juan en la habitación, pero era imposible, la ventana y esa puerta quedaban diametralmente opuestas. Nuevamente giró su atención hasta la ventana. La encontró llena de gente contemplando algo: a Juan, pero Juan estaba solo en la habitación. Cuando ella, insiste en mirar, el cuerpo de Juan se eleva de la silla y choca contra el techo, como si una mano invisible y muy poderosa le estuviera levantando. Yordalis, veía la bizarra escena atónita, luego concentró sus ojos en dirección a la puerta en donde Juan, el Juan real: sentado en el mueble, contemplando la nada y silbando en voz baja. Al regresar su vista hacia la ventana, la habitación seguía reflejada en ella, pero esta vez, contempló el cuerpo de Juan en el suelo; lleno de profundos cortes y bañado en sangre. En ese momento, el cadáver de Juan soltó un ensordecedor grito y ella, gritando también, se desmayó. Tan sólo medio segundo después, la oscuridad se había cernido sobre la sala en donde Juan yacía.
De seguido, Juan cae en un sueño profundo. Se ve a si mismo caminando en un cementerio ante las tumbas abiertas llenas de cadáveres en los más diversos estados de putrefacción, camina hasta el final del cementerio, en donde había un esqueleto con una huella de caballo en la frente, entonces siente que se despierta. Se observa dentro de la sala de la casona, rodeado de gente: todos le miran, luego, una puerta se abre y observa el cementerio, y corría hacia allí de nuevo. Esta vez, al llegar al final, reaparecía el mismo esqueleto, llevando ahora unos mechones de cabellos y restos de piel. Juan sintió despertar en la misma habitación rodeado de gente, sin embargo la habitación no tenía puertas, solo una ventana asomando el cementerio, saltó por ella y lo recorrió hasta el final. Allí encontró la misma tumba con el mismo esqueleto: esta vez, había órganos en él, estaban pudriéndose y en su frente se veía resbalar la sangre de la herida con forma de huella de caballo, su boca estaba abierta y un inmenso hervidero de gusanos lo recorre de arriba a bajo, sólo entonces comprendió que se observaba a sí mismo. Y entonces no despertó.
En sus sueños un relincho se dejó oír y, entonces, miles de gritos sacudieron la negra noche, el sonido del galopar de caballos se acercaba. Salidos de la nada, los caballos aparecieron transportando una enorme carreta, sobre esta, una alta figura encapuchada se erguía sosteniendo las riendas, sus manos eran huesos blancos y pálidos; entre ellos, negras serpientes se enredaban olisqueando con sus lenguas el sabor de la muerte. Después, su cuerpo, el que reposaba en la tumba, se yergue y sube a la carreta. En el mismo instante en que Juan le contempla al poner el primer pie sobre la carreta, un ardor terrible se apoderó de su estomago, gritó con todas sus fuerzas; sin embargo, se quedó sin voz, algo le obstruía la garganta. Al escupir, descubrió que se trataba de millares de gusanos que le devoraban por dentro. Los caballos levantaron sus patas delanteras y le golpearon en el pecho destrozándole el esternón. Su cuerpo cayó al suelo, intentando respirar, su traquea obstruida por los huesos rotos y atravesados en su pecho. Entonces, una aglomeración de moscas y gusanos emergieron de la oscuridad y le cubrieron, le elevaron en los aires y le devoraron, dejando sólo sus huesos, que en el cementerio, quedaron junto a todos los demás.
En el justo momento en el que Juan gritaba dentro de su letal pesadilla, también, gritó en la realidad. Luis y Rafael se asustaron, pues gruñía y se retorcía terriblemente. Yordalis retrocedió hasta el pasillo, de allí no se movió. Un relincho se dejó escuchar casi encima de ellos. Mientras, Juan, se soñaba escupiendo gusanos, vomitaba en la vida real sin poder despertar de su pesadilla. El ardor que sentía era su estomago que, inexplicablemente, se había abierto y sus ácidos gástricos se regaban por todo su abdomen destruyendo sus órganos, su cuerpo cayó al suelo aún retorciéndose y entonces se elevó en el aire ante la sorprendida mirada de Luis y Rafael. Juan lanzó un último grito desolador y se desplomó, al mismo tiempo que su esqueleto caía en el sueño. Vomitó por última vez una oleada de sangre y murió. En la silenciosa oscuridad, un relincho se hizo escuchar, mientras que un sonido de muchos cascos y galopes se iba alejando presuroso en la negra noche.

















EL BRUJO QUE VINO DE BARINAS

Comenzaba la noche calida y sin brisa en el pueblito de El Amparo, los grillos empezaron a dar su concierto sin fin, las ranas en los charcos hacían lo propio y los zancudos ya se hacían su banquete con los pobladores presentes. Todos reunidos alrededor de una fogata escuchaban, con mucha atención, al brujo don Ventura, que con su botella de aguardiente y su tabaco encendido, relataba:
–Se cuenta, entre los sabios, que esta historia aconteció hace ya mucho tiempo, antes incluso de poner el hombre sus pies en tierra y erguirse sobre su espalda, en el primitivo cielo en que Dios jugaba con sus criaturas, y cometió el error de hacerles demasiado listas, y entonces le abandonaron; los ángeles, desesperados, enterados de la traición de su creador, huyeron y trataron de recrearse sin lograrlo, eran seres incompletos, y el dolor y la pena los carcomió, conscientes de ello, detestando su propia materia, sus propios cuerpos, y entonces aprendieron del odio, y sólo ese sublime sentimiento (que su creador les proveyó apenado) fue lo que les permitió continuar con su existencia.
Vagan aún, pues, una vez libres de los velos de Dios. No hay regreso posible. La verdad no tiene cura, y tan poco la desearon; inflamados por el odio, quisieron viciar a su Señor, aunque nunca lo lograron, pasaron de ser portadores de luz a tenues antorchas caídas, dueños de una luz, de un conocimiento, que nadie quería alcanzar.
Muchos años pasaron en la oscuridad del espacio indescifrable, aguardando su oportunidad, y entonces les llegó. Su creador decidió revelar su última obra: un orbe enorme, un mundo que era en sí, al igual a ellos; desesperados entraron en él y trataron de corromperlo, pero sólo los débiles hicieron eso, los más fuertes y que con mayor odio veían al creador no bajaron, creyendo la acción impura para sus propósitos, sólo aquellos, cuya miseria y dolor había devorado sus almas y pensamientos se adentraron en el nuevo mundo.
Tuve uno frente a mí. Estaba dentro de un frágil cuerpo, sentí su éxtasis, su sed de sangre, de dolor. Sólo la sangre calma su dolor y su pena, pero, al mismo tiempo, desean ese dolor, o eso me pareció, no puedo decirlo, quizás nunca pueda saberlo con certeza, pues no está en nuestro entender conocerlo. El Creador así lo ha designado. Es una luz que no nos pertenece, y que nos haría más daño que bien. O eso se nos ha enseñado. En todo caso, estoy contemplando el precio a pagar por esa luz en estos momentos.
Es un terror sin medidas. La veo revolverse, contorsionarse. Es como una serpiente colérica, le comprendo, pues tiene frente a sus ojos a uno de sus más viejos enemigos, no a mí, no a mi cruz, sino a su luz: mi fe. Él la siente, la oye palpitar y detesta su sonido, es un chirrido estridente que hiere sus oídos, pero yo no puedo oírlo, sólo ellos pueden hacerlo.
Apenas me acerqué, el cuerpo de la bella joven se retorció, no nos cruzamos palabra alguna, no hacía falta, no aún, él me esperaba, deseaba encontrarse conmigo, casi podía notarlo en el aire que respirábamos, no era una intuición, deseaba que yo lo supiera, era una forma distinta de comunicarse. Miré a mí alrededor, a mis asistentes, todos los preparativos estaban listos, los rezos comenzaron y enseguida sentí una ola de odio que nos envolvía, una especie de sustancia espesa pero incorpórea, invisible, que te aprisionaba, te ahogaba: era como un frío entumecedor que te hacía dudar de cada uno de tus movimientos. Apenas rocé su piel le sentí retorcerse, no cerré los ojos, pero era difícil ver algo, los ojos eran inútiles, pero no por ello los cerré, repasos indeseados venían a mí, dolorosos y terribles recuerdos.
Es una lastima, pensé, ya tan pronto se desespera y recurre a esta arma. El ritual continuó, ya faltaba poco, pero aun su desespero persistía, y eso era lo que lo estropeaba todo, el cuerpo del médium estaba sufriendo. Sentí muchos pensamientos deslizarse por mi mente, intentaba entrar en mí, luchar directamente con migo, pero estaba débil y temeroso. Si, temeroso. Sólo los ángeles caídos de entre todos los seres divinos conocen el miedo, y porque lo conocen es que pueden manipularle aun mucho mejor que sus contrarios, sobre quienes se rebelaron. Me estaba costando, ya me estaba cansando, reuní los últimos escollos de mi voluntad y decidí darlo todo por el todo, el alma de la joven médium poseída estaba luchando desesperadamente, o eso esperaba, si no lo hacía todo sería inútil.
Así lo hice, y entonces salió, no pude verlo, sólo lo sentí, allí estaba, frente a nosotros, nuestro más viejo enemigo, sentí lastima, lo confieso. Pude oler su ira, su rabia, había perdido, casi estaba frustrado, todos sus deseos, sus esfuerzos, perdidos por mi labor. Sentí compasión, pero no me apiadé de él, no podía.

ESTA HISTORIA OCURRIÓ EN EL PAO

Todos en El Pao se persignan al recordar esta historia. Nació al amanecer, o eso creyó la pobre criatura, la verdad nunca lo supo ni se interesó mucho en averiguarlo. Era como de arcilla, su piel estaba siempre cubierta del polvo del tiempo y los años, y este polvo le acompañaba a todos lados, desprendiéndosele con cada paso que daba. Su creador lo contemplaba asqueado, preguntándose como era posible que creara tal monstruosidad, una burla a la vida y la naturaleza.
Vivían en una gran y vieja casona derruida, en uno de los hatos ganaderos de los señores Tabares; un lugar donde el olvido es el amo y el silencio es el gran esclavo. Uno, el creador, sabio y sagaz, el otro, la pobre criatura, lenta y carente de conciencia, según creía su creador. La casa era enorme y llena de muchas habitaciones y pasillos que la creación del sabio debía limpiar y mantener. Una biblioteca, añeja y húmeda, llena de desorganizados manuscritos y con una apolillada alfombra que alguna vez había sido verde, estaba ubicada en el extremo de la gran casa. Poseía pocos muebles. Las paredes, en vez de cuadros, tenían cabezas de venados disecadas, pieles de tigres, cueros de culebras y cualquier cantidad de lancetas, de todos los tamaños, colgadas de la pared. Había varios salones de estar que alguna vez estuvieron llenos de visitantes, ahora eran pasto del polvo y la oscuridad, pues las lámparas hacía tiempo que no funcionaban, rotas unas, oxidadas otras. Toda la imponente y marchita estructura respiraba un aire de grandeza olvidada, paredes que habían visto mejores tiempos.
En alguno de los innumerables cuartos nació la desdichada criatura, rodeada de la sempiterna carcoma del olvido, lo que primero contempló fue al sabio, y nunca olvidó su rostro, aun décadas después recuerda su imagen de aquel entonces, pero los demás detalles de ese día eran difusos, borrosos, empañados como un espejo sobre el que se respira, recuerda una luz como la del amanecer, que no calienta la piel y el cuerpo, pero sí el corazón.
El sabio, en ese momento, contempló su creación, durante años enteros había buscado la forma adecuada, la palabra correcta, vagando entre las páginas de la cábala, y tras pronunciar la palabra perfecta logró que la miserable figura de barro cobrara vida. Mucho tardó el ser de polvo y barro en aprender a caminar, sabía ver y escuchar, pero los movimientos del cuerpo se le hacían muy difíciles, sin embargo, aprendió, pues la criatura deseaba muy en el fondo complacer a su creador, de quien no entendía sus propósitos, pero con quien deseaba estar, larga y dura fue la tarea, y fatigosa para ambos, sólo, al cabo de algunos años, creyeron alcanzar la meta. Unas pocas palabras también aprendió, por cierto, resultaba inútil ir mas allá, por más que quiso el sabio enseñarle y por más empeño que puso la criatura en aprender, no alcanzaron logro alguno.
Los años pasaron y larga y pálida se hizo la barba del sabio, la criatura, la creación, el engendro de la envidia de los hombres, permaneció igual, carente de alma, solo un amasijo de barro y carne que deambulaba por entre los salones y pasillos desolados, polvo entre el polvo de la ruinosa mansión que degeneraba y caía en ruinas, agujeros en el techo y el piso, escaleras rotas y derrumbadas, la biblioteca se convirtió en una villa de polillas y los salones y los oscuros pasillos en la morada de lo desconocido.
Entonces hubo un día, un día entre los días, en que la criatura se topó con un espejo, en un principio no supo lo que era, el eterno polvo le cubría por completo, lo contempló pensativo, esforzándose por saber que era, pero sin dar con la respuesta o siquiera una hipótesis, aventuró un temeroso movimiento y con una mano le tocó, era liso, una cosa tan lisa como nunca hubiera visto, y era fría, deslizó su mano por el espejo fascinado con la sensación en su palma, y entonces un rayo de luz de sol se coló por entre los agujeros del techo y reflejándose en el espejo le dio de lleno en los ojos acostumbrados a la penumbra y la oscuridad, por un momento cegado lanzó un juramento al aire, incomprensible, un simple balbuceo, y alejándose contempló al espejo con ira. Pasó un tiempo antes que se diera cuenta de lo que miraba, había un extraño ser allí, sucio y extraño, lo observó, notando desconcertado como la cosa imitaba sus movimientos al otro lado del espejo, se preguntó entonces qué era esa cosa que había encontrado, pero tuvo miedo y huyó.
No sabía que era un reflejo, mucho menos un espejo, y durante meses se preguntó que era lo que había visto, temeroso de acercarse al polvoriento y destartalado pasillo. Quiso preguntarlo al sabio, desgraciadamente, no supo cómo hacerlo. En vano se desganaba en palabras y balbuceos y gestos sin sentido. Nada logró hacer entender, y el sabio, nada consiguió descifrar de la agitada criatura. La desdichada mole desistió de preguntarle nada al sabio, pero los recuerdos de aquel extraño encuentro no le abandonaron y durante meses anduvo pensando en ello, incapaz de reunir fuerzas para acercarse al lugar. Recordó que cada vez que el Sabio deseaba buscar la respuesta a algo entraba en la destrozada biblioteca, así lo hizo y se extravió entre los escombros y los innumerables libros regados por el piso, cubiertos por un manto de polvo, la biblioteca era inmensa, y estuvo extraviado en ella días enteros, vagando entre los altos estantes y los cerros de libros derrumbados o apilonados, muchos libros abrió. Aquello resultaba inútil, nunca lograba entender lo que en ellos ponía, multitud de dibujos repetidos continuamente uno atrás de otro en largas filas y filas sobre filas hasta llenar las páginas, pero nada logró sacar, se sintió frustrado.
El sabio se sintió extrañado de la conducta de la desdichada criatura, del engendro de su envidia, pero no atinaba a dar con la razón, desde lo alto de los balcones de la gran sala de la biblioteca le contempló extraviarse entre los interminables volúmenes de la historia del conocimiento humano, le veía esforzarse como nunca antes en aprender algo fuera de su alcance, y se preguntó si habría hecho mal en no enseñarle antes. Pero, otras cosas le preocupaban, era viejo ya, y poco salía de su habitación, lejos de la biblioteca, se sentía enfermo y cansado, sabía que le quedaba poco tiempo y que pronto la muerte daría con él cuando el invierno llegara. Nada podía hacer por la pobre criatura que había creado. Murió finalmente meses más tarde, una noche, sentado frente a su ventana, allí esperó su hora y le alcanzó cuando miraba las estrellas. Quizás no era diferente del engendró, pues el también buscaba entender algo que estaba más allá de su alcance.
La criatura no se enteró de la muerte del sabio, sino mucho tiempo después. Le visitaba en su habitación y contemplaba su cadáver inmóvil sin entender nada, creyendo tal vez que el anciano dormía, pues la criatura no sabía que era la muerte, quizás nunca lo supo, durante muchos años (quizás cientos, miles, nunca lo supo) deambuló por la casa mientras el cuerpo del sabio se convertía en polvo y se dispersaba entre los vientos del mundo. Para la criatura todo siguió igual, y decidió esperar a que su creador algún día despertara. Lo ocurrido con el espejo seguía inquietándole, y un día, día entre los días, logró por fin reunir voluntad para volver al pasillo del espejo, y le contempló de nuevo una mañana de invierno poblada de ensordecedores truenos, lleno el pasillo de charcos y goteras. Allí estaba el mugriento ser, era exactamente igual, se acercó con cautela, posó su mano sobre él y quitó el polvo, el ser al otro lado le imitó, y entonces le miró a los ojos y un dolor sin medidas le ganó el cuerpo, no pudo separar las manos, se quedó paralizado, aterrorizado, quiso huir, pero no podía quitar las manos, algo dentro de sí mismo no quería hacerlo. Apenas le tocó esa extraña sensación terrible y dolorosa le ganó, era a él mismo a quien contemplaba.
Durante muchos años pensó que él era igual a los demás, a su creador, se sentía igual a él. Nunca imaginó siquiera ser algo diferente, mucho menos aquella horrible figura. El dolor dio paso a la cólera y de un puñetazo rompió el espejo, odiándolo para siempre por decirle la verdad, soltó un ronco y largo gemido de dolor y pena, sabiendo su destino.
Se refugió en lo oscuro, buscando huir de sí mismo, quiso arrancarse la cara y los brazos, quiso acabar consigo, no manaba sangra de sus heridas, cayó entre los escombros y el barro y en una charca en donde dio de pronto la luz contemplo su reflejo una vez más, y entonces el agua le mostró una verdad más terrible aún, porque no era lo mismo mirarse a los ojos en un espejo de vidrio, que hacerlo en los espejos de la superficie del agua. Vio sus ojos y supo que estaban vacíos, que todo él estaba vacío por dentro, no había allí ninguna alma. ¿Qué fue de él entonces? Nadie lo sabe, ¿Qué habrá pensado, qué aciagas ideas habrán cruzado desesperadas por su mente?
Aún vaga, se cuenta, por entre los escombros de la vieja y abandonada casona llanera, desde hace siglos lo hace.











LA TARDE DEL QUINTO MES

– ¡Mami! ¿Te vas a lavar para el caño a esta hora?- Preguntaba el pequeño Pancho a su mamá, al verla con el saco de ropa sucia.
–Sí, hijo, es que duré mucho rato pegá el fogón y no pude ir más temprano.
–Pero, mami, ya son como las cuatro y algo e’ la tarde, ya está bajando el sol.
–No importa, Pancho, yo no me voy a tardá mucho, solo voy a lavá unos trapitos. Dijo doña Antonia, ya casi saliendo del rancho con su saco lleno de ropa.
– Pancho, no se te olvide lo que hablamos anoche. Y sabes, mijo, nada de estar jugando solo en la sabana.
Doña Antonia, una mujer más buena que el agua y llena de humildad, había criado a su único hijo sola después de que su esposo, un domingo hace seis años atrás, se colgara del cuello en un palo de mango que tenía en el patio de la casa. No se cansaba de ver sus ramas casi todos los días, con lágrimas en los ojos, recordando ese momento de dolor.
Ella acostumbraba todas las tardes, cuando iba a lavar la ropa a la orilla del caño, encomendarles, la seguridad de su hijo y su rancho de palma, a la Santísima Trinidad y a San Miguel Arcángel. Le había prohibido a Pancho alejarse mucho de la casa y menos para jugar solo en esos “claros e’ sabanas”, pues, ella recordó que estaban en el mes de mayo. Este mes en el Llano es tomado como el mes en el que el Diablo anda suelto, ya que las ánimas y espíritus malignos, abundan por esos lados y mucho más en el pueblo La Asunción, donde los niños de esa zona pueden contarse con los dedos de las manos. Según cuentan los pobladores, esto se debe a la maldición que escuchó Rafael y su esposa Catalina de unos fulanos duendes con fuego en los ojos, que vieron en el conuco de doña Trina, la dueña del hato La Caimanera, después de haber perdido a sus dos hijos, misteriosamente, en ese mismo lugar, por jugar con una monedeas de oro que se encontraron quién sabe dónde y que no la soltaban ni para comer. El nombre maldito de aquellos seres decía así:

Cuando llegue el quinto mes
ya casi cayendo el sol,
le caerá la medición
a su casa no volver,
a aquel niño juguetón,
que salga de algún rincón
y a estos duendes pueda ver.

Esta era la preocupación de Antonia, dejar solo a su hijo por un rato, pero como Pancho, a pesar de su edad, era el hombre de la casa, confiaba en que le hiciera caso y que no saliera de allí hasta que ella no llegara.
Como todo niño de esta edad, Pancho se entretenía con cualquier cosa que encontraba. Una vez, le llamó mucho la atención ver las bandadas de corocoras que ya regresaban a los nidos. Sin recordar la advertencia de su madre, salió de la casa a caminar y se puso a jugar con su perinola, mientras veía las aves regresar a sus refugios como todas las tardes en el Llano, de pronto, oye una voz muy fina, casi como el sonido de una tiza en un pizarrón, que le decía amablemente:
– ¿Puedo jugar contigo?
Pancho, extrañado, se da media vuelta y le pregunta:
–Y, ¿tú quién eres? ¿De dónde saliste? El pequeño desconocido de voz aguda, respondió:
– Solo digamos que soy tu amigo, porque veo que no tienes uno, pues, si tuvieras, no andarías tan solo por aquí. Yo vivo por acá cerca del hato La Caimanera.
Pancho, ya entrando en confianza con el pequeño, le dice:
– Entonces debes ser familia de doña Trina, la Conuquera, ¿verdad?
Y el misterioso niño dice en un tono muy convincente:
–Mmm, digamos que vivo ahí de hace un buen tiempo, pero no soy familia de ella.
Encontrándose solo el joven Pancho y aún a la espera de su madre, se dispuso a jugar con su nuevo amigo. Éste, aparte de jugar perinola a la perfección, como Pancho, también le contaba historias alucinantes como la de la tinaja de morocotas que se hallaba al final de un arco iris y todo tipo de historias que tuvieran que ver con dinero enterrado, algo inusual para un pequeño que aparentaba los nueve años de edad. Sus ojos brillaban de emoción cada vez que hablaba de dinero, dándole una apariencia avara a este pequeño ser. Para pancho, resultaba muy emocionante y cada vez le provocaba más seguir oyendo a este amigo que, en aquel momento, le había caído de maravillas.
Después de haber tenido la atención total de Pancho, no solo le siguió contando este tipo de historias, también intentaba convencerle de que no siempre hay necesidad de hacerles caso a los adultos, ya que éstos suelen ser refunfuñones y muchas veces no tienen la razón. Esta opinión incomodó mucho al jovencito, pues no estaba muy de acuerdo, ya que para él, doña Antonia lo era todo en su vida y le sonó algo egoísta de parte de su nuevo amigo que dijera este tipo de cosas, declinando un poco la puntuación que ya él le había dado a esta extraña amistad, de apenas unos minutos de duración, que más bien parecían años. Pancho le preguntó: – ¿Por qué dices eso? ¿Acaso no tienes mamá o qué?
Este prefirió no responderle y siguió con el tema, tratando de convencerlo para desviarle aún más de la casa. Ya cuando estaban varios metros alejados, Pancho entra en razón y recuerda lo lejos que está de su hogar. Preocupado por desobedecer a su madre, ve el sol y dice en un tono de impaciencia: – ¡Ya son más de la cinco e’ la tarde, ya va a llegar mi mama! –A lo que el amigo contestó en tono de burla:
– ¿En serio? ¡Entonces, ya se me está haciendo tarde! Oye mi nombre:

Cuando llegue el quinto mes
ya casi cayendo el sol,
le caerá la medición
a su casa no volver,
a aquel niño juguetón,
que salga de algún rincón
y a estos duendes pueda ver.

Terminando estas palabras, el amigo de Pancho, empezó a transformarse en la cosa más espantosa que aquel niño hubiese imaginado en su vida: un enano cuya piel semejaba las arrugas de un sapo viejo y una cara tan espantosa que pareció haber sido el producto de un voraz incendio. Su lengua de serpiente se movía rápidamente, mientras sonreía de la forma más maligna que Pancho haya visto en su vida.
Seguido de todo esto, el enano, se tornó, del color grisáceo de una tarde tenebrosa y maldita hace años atrás. Los pájaros salían volando de sus nidos por la brisa tan espantosa que más bien parecía un huracán. Los murciélagos se confundían con las hojas secas que caían de las ramas los árboles y la voz de aquel engendro, esta vez, se hizo más aguda, que capaz de erizar la piel hasta del más fuerte, le decía: - “… no se te olvide lo que hablamos anoche, ya sabes mijo, nada de estar jugando solo en la sabana.” Eran las últimas palabras que le había dicho su mamá, seguido de una macabra carcajada. - ¡JAJAJAJAJAJAJA!-
Pancho no podía creer lo que sus ojos estaban mirando y sin más que decir empezó a gritar desesperadamente pidiendo ayuda y llorando de asombro. No hallaba salida. Todo se encontraba trasformado, ya no era el patio de su casa, pues, una especie de manglar empezó a crecer a su alrededor impidiendo salir de allí. Solamente se escuchaba la voz del desesperado Pancho diciendo: – ¡Mamá, ayúdame, por favor! ¡Mamita!, ven a ayudarme. ¡No me dejes solo! Mientras el duende le decía:
–De nada te sirve que grites, ¡ya eres totalmente mío! Y pagarás con tu vida el robo que me hicieron los desgraciados hijos del demonio hace diez años atrás. Esto es para que sepas que a ningún duende del monte le gusta que le quiten su tesoro y por el simple hecho de ser un niño nacido en esta zona maldita. Por nosotros pagarás igual que los demás.
En ese momento Pancho lamentaba no haberle hecho caso a su mamá. Aun miraba al oscuro cielo y guardaba alguna esperanza de que su madre llegase a rescatarlo. De repente, Pancho, se da cuenta de que el monte a su alrededor había desaparecido y al voltear pudo ver también la figura de su madre del otro lado de río con los brazos extendidos diciéndole:
–Mijito, ven, no te va a pasar nada.
Al mismo tiempo sopló una brisa tan fuerte que casi silbaba. De inmediato, Pancho, con la velocidad de una bestia, corre y se lanza al río y empezó a nadar sin parar hacia su madre que también iba en dirección hacia él. Al llegar al punto de encuentro, su madre lo abraza y mirando, a lo lejos al duende, le dice:
– ¡Esta vez tú no te lo llevaras! Él es mío.
Tomó a Pancho por la mano con mucha fuerza hasta casi impedir que su sangre circulara por sus venas y entonces viéndolo a los ojos le dice al niño:
–Como querías ver a tu madre antes de morir, tu deseo fue cumplido.
La falsa madre de Pancho resultó ser otro duende disputándose quién se llevará la nueva víctima. Y así, al regresar a su verdadera forma arrastra al pequeño Pancho hasta lo más profundo del rió, tras la mirada impávida de las grandes piedras y los altos árboles.
Trascurridos los meses, doña Antonia, aún recuerda lo horrible que fue llegar a su rancho y no hallar a su pequeño hijo, aquella tarde del mes de mayo. Para ella, quedaban pocos los motivos por los cuales vivir, nada, absolutamente nada, la ataba a este mundo lleno de desgracias y maldiciones, así que salió al patio, observó el palo de mango y pensó igual que su esposo hace seis años atrás.

viernes, 8 de abril de 2011

LIBIA DESPUES DEL VELO

En un mundo árabe donde el integrismo islámico margina a las mujeres, Libia se recorta como un oasis de tolerancia. La revolución del coronel Muamar Khadafi implantó un islamismo sin estridencias. Para las mujeres significó emanciparse del hombre, pudiendo elegir esposo y profesión, y optar por una práctica de la religión con flexibilidad, dice Mabruka Zway, de 33 años.Mabruka, que es intérprete, casada y con dos hijas, reconoce que las leyes instauradas desde que Khadafi se apropió del poder, en 1969, son la base de la liberación de la mujer de la autoridad del hombre. Antes, los padres decidían sobre el marido de sus hijas y hasta les imponían la forma de vestir. Hoy las mujeres somos libres y estamos en un plano de igualdad con los hombres, resume.Caminando por Trípoli, la capital, donde vive la mitad de los cuatro millones de libios, la diversidad del look de las mujeres resulta llamativa. El velo cubriendo la cabeza es una posibilidad como cualquier otra. Su uso, para Uda Gashut, 40 años, médica ginecóloga, depende del grado de obediencia a las reglas de la religión, pero llevarlo no implica que otras mujeres no sean consideradas musulmanas. La religión sólo nos obliga a ir vestidas decentemente, a rezar cinco veces por día y a respetar el Ramadán y las demás fechas y disposiciones del Islam; lo del velo es secundario, advierte.Ella se lo ajusta con elegancia, destacando una cara maquillada con prolijidad, con los cuidados de una occidental. Casada con un cirujano plástico, madre de un varón y una niña, Uda realizó su especialización médica en Francia. Estima que en el Islam ocurre lo mismo que con los cristianos. Los hay practicantes y no practicantes y unos no son más religiosos que los otros.Mabruka lleva ajustados pantalones, con tacos altos que destacan sus largas piernas, y no tiene sus cabellos negros tapados por el velo. Uda, en cambio, prefiere una amplia pollera con una blusa con arabescos que le va holgada, desdibujando así su silueta, que se adivina atractiva. Nada tiene que envidiarles Khadiga Ellfi, quien por su coquetería no declara su edad, quizás a medio camino entre las otras dos mujeres. Economista, con sus cabellos castaños recogidos en cola de caballo, especialista en inversiones financieros, Khadiga es soltera y no está apurada por casarse.La mirada de estas mujeres sobre el terrorismo islámico es coincidente. Lo repudian y no le reconocen un origen en la religión. Lo adjudican a una manipulación externa que entronca con el discurso político oficial de atribuir su instigación al imperialismo norteamericano y al sionismo israelí. No son musulmanes los argelinos que hacen lo que están haciendo, dice una. Es una injerencia exterior para dar una imagen distorsionada de la religión musulmana, agrega otra. Hay un enfrentamiento Norte-Sur, en el que se deforma el Islam para de ese modo atacarlo en Sudán y Afganistán, añade la tercera.Muchachas jóvenes de una generación posterior piensan lo mismo. Lobna Harba, de 18 años, estudiante de Ciencias Políticas, de pantalones y con el pelo suelto hasta la cintura, hace la plegaria cinco veces al día e insiste que el Islam tiene un mensaje de paz. El Islam no puede ser terrorista, concluye. Nadia, Leila, Iman y Awatof, empleadas de reparticiones oficiales, todas entre 22 y 25 años, tienen una convicción similar. Ninguna de ellas concibe la vida fuera de la religión, aunque sólo Nadia tiene el velo que esconde su cabellera. Iman y Awatof van de polleras. Las demás de vaqueros. Todas cumplen con las cinco oraciones cotidianas y cada una recibió instrucción militar en la escuela secundaria para defender al país de una eventual agresión.Las vidas de estas jovencitas se parecen. Nadia maneja el castellano y Leila habla un poco de inglés. Awatof prefiere la natación e Iman el ballet o la marcha. A Leila le gusta García Márquez y Camus, mientras que Iman lee a Agata Christie. Todas se maquillan y disfrutan con la poesía de Nzare Jabani, un escritor sirio que parece estar de moda entre las mujeres árabes. Admiten al unísono que la televisión influye en sus gustos, sobre todo en lo proveniente de cadenas extranjeras más abiertas al modelo occidental de vida. Les gusta el baile. Empero, bailan solas y en fiestas como los casamientos. No hay discotecas en Libia, donde no se baila en pareja. Ninguna imagina casarse con un no musulmán porque eso está prohibido por la religión. No obstante, el hombre de los sueños puede ser un árabe de otro país del Islam. Trabajan un promedio de seis horas diarias, ganan unos 2.000 dinares al año, es decir, alrededor de 6.000 dólares, y hacen esfuerzos en sus horas libres para aprender informática. De política hablan poco. El embargo de la ONU no les preocupa mucho. Y del coronel Khadafi se limitan a reconocer su liderazgo porque resume lo que piensa la gente.


viernes, 1 de abril de 2011

EL HALKON DE JAHILIA

Mohammed Yousaf, clérigo paquistaní ofreció 16.700 dólares y un vehículo para la persona que mate al caricaturista danés que hizo los dibujos d Mahoma
Yousaf líder de una mezquita en la ciudad noroccidental de Peshawar, anunció hoy la recompensa. En la ciudad de Multán, la policía detuvo a 125 personas que se manifestaban por las caricaturas, mientras que en otra región detuvieron a un líder radical islámico. El gobierno justificó las detenciones por la prohibición que hay para manifestarse y puso bajo detención casera a un líder radical por temor a que se estallen episodios más violentos. La policía recibió la orden de restringir el movimiento de todos los líderes religiosos que puedan pronunciarse en las congregaciones y capturar a activistas que "puedan amenazar la ley y el orden", dijo un agente de policía en la ciudad de Lahore. En Multán, ciudad de la provincia de Punjab, unos 300 agentes detuvieron a 125 manifestantes, que se concentraron hoy en una plaza gritando "somos esclavos del profeta", dijo el agente Sharif Zafar. La turba también quemaba una bandera de Dinamarca, país donde se publicaron por vez primera las caricaturas.